La lengua es la patria: así decía recientemente
una escritora nuestra[1], lo mismo que el jefe de
una comunidad wichí en Chaco, es el lema de defensa de la lengua en Galicia.
Aclaremos que se trata de la lengua materna, como generalmente se suele llamar a la lengua de
la comunidad donde nacimos y con cuya cultura e historia nos sentimos
identificados, en
un espacio determinado, en un lugar en el mundo. Es interesante ver cómo
en estos conceptos se cruzan nociones tan arraigadas como ‘patria’, que viene de ‘pater’ (padre) y que consituye
la raíz de ‘patrimonio’: lo nuestro, lo que nos
es legado, aquello sobre lo cual tenemos derechos y deberes, unido a la noción
de ‘materna’, de ‘madre’, y así nos vinculamos a las raíces más profundas del ser. Por eso sirve de
soporte al pensamiento, el sentimiento, la comunicación, ya que según Umberto
Eco, dentro de los diferentes sistemas semióticos, es el que tiene mayor grado
de “efabilidad”, es decir, de capacidad de decir cosas[2]; corresponde a nuestro
patrimonio simbólico y por lo tanto una de las herramientas más poderosas para
la interacción social.
En estas afirmaciones, que
parecen irrefutables, hay sin embargo algunos conceptos no tan precisos, de
cuya interpretación dependerá que asumamos actitudes muchas veces enfrentadas:
qué entendemos cuando hablamos de la lengua como patrimonio de la comunidad, si
nuestro apego a la misma nos lleva a “defenderla”, en el sentido de expurgar de
ella todo lo ‘diferente’, lo anómalo (fuera de la regla, de la ley); y en este
caso, dónde está esta regla, esta ley. Comencemos por uno de estos conceptos
imprecisos, el de comunidad: uno generalmente lo
asocia a territorio compartido, costumbres, creencias, proyectos, conceptos estéticos
y por supuesto compartir una lengua. Pero cuando intentamos una mirada
pormenorizada nos encontramos con muchos elementos diferentes, inesperados en
nuestra comunidad, así como la existencia en otra comunidad de elementos que
consideramos propios de la nuestra, todo lo cual nos hace llegar a criterios bastante
difusos e imprecisos porque se trata de cómo nos sentimos a nosotros mismos y
cómo nos sienten los ‘otros’ o nos ven
desde afuera. De ahí el concepto de ‘comunidad imaginada’[3] , no irreal sino con un
fuerte apoyo en lo simbólico.
Algo similar pasa con ‘la lengua’. Hay elementos (...) que
nos permiten reconocer intuitivamente ‘nuestra lengua’. Pero cuando intentamos acá también
una mirada pormenorizada, detallada, para asirla y protegerla, ya que es un bien
tan preciado, nos pasa algo parecido: nos encontramos con que hay más
variaciones de las que pensábamos, que algunos usos que creíamos seguros ya no
existen, que hay otros nuevos que no conocíamos y no entendemos. Si pensar en “La
Lengua ” nos lleva al concepto erróneo de un ‘código monolítico’, hoy sabemos que no es así,
que en toda lengua existe diversidad.
Podemos vincular la diversidad con el cambio. Nadie negaría que las lenguas cambian. Los procesos de cambio
tienen que ver con el carácter dinámico del lenguaje, su funcionalidad, sus
rasgos reconocidos de versatilidad y ubicuidad a los que apunta desde orígenes
remotos la tarea de construir entre todos un sistema de comunicación rápido y
eficaz.
Generalmente
tenemos noción de los cambios que se dieron a través del tiempo, ya aceptados,
pero nos cuesta pensar que en este momento se están produciendo, por eso
tendemos a condenar a priori toda modificación en el sonido o la morfología de
una palabra, el remplazo de otra existente o de un tiempo o modo verbal, o la
atribución de un nuevo concepto, por mencionar algunos hechos, sin tener en
cuenta que procesos similares, ya cerrados y ‘aprobados’ (o no), se fueron
dando en la historia de las lenguas. Del mismo modo nos alarmamos porque los
más jóvenes desconocen y han perdido palabras como estío,
que nosotros sí conocemos y que pertenecen a la lengua, que están en el
Diccionario (y por eso decimos que tienen ‘lenguaje pobre’), aunque en la
historia abundan los ejemplos de desaparición de palabras. Al mismo tiempo no
aceptamos las que ellos inventan, aunque también los adultos y los
intelectuales creamos, inventamos, como cuando hablamos de la invisibilización
o la ineluctabilidad del cambio. Los procesos afectan
también a la organización de las formas verbales, lo textual, lo discursivo. Es
decir, todo es posible (dentro de ciertos parámetros), tanto que existan
un montón de palabras nuevas cuyo significado no conocemos (y que recluimos
dentro de las ‘jergas’ juveniles o de las otras), como que el famoso cuadro de
la conjugación verbal se ‘desencuadre’, etc. En la historia de estos cambios
seguramente hay fidelidades, elecciones, imaginación, conocimiento, mezclas,
concientes o no, como en todo aquello que es fruto de la creatividad humana,
porque las lenguas viven en los que las usan, entre un aferrarse a lo
establecido y un innovar constante.
En realidad
estamos aceptando el cambio en el mismo hecho de utilizar la lengua de hoy,
puesto que lo ‘nuevo’ o anómalo de tiempo atrás está ya canonizado y lo usamos.
Asomarnos al cambio nos permite ver lo histórico, lo cultural, el lenguaje como
monumento, a veces fundamentar una definición o el uso de un término.
Me interesa
remarcar un aspecto: habitualmente tenemos un concepto lineal del cambio
(decimos: viril deriva de vis ‘fuerza’). Se nos pasa
desapercibido que ese camino recorrido por la palabra, desde su origen hasta la
actualidad, está trazado por el estudioso en un intento de explicar cómo se
unen los extremos, es decir, la raíz original y la palabra actual, pero lo que
en la lengua concretamente ocurrió y que no alcanzamos a ver es la coexistencia
durante un tiempo de varias formas enfrentadas o con connotaciones
diversas, de las cuales una terminó imponiéndose en detrimento de las demás.
De modo que el cambio resulta en sí mismo una prueba de la previa existencia
en conflicto de variaciones o variedades.
A eso nos referimos cuando hablamos de diversidad:
la coexistencia de elementos diferentes que son usados con valor indistinto o
equivalente. La diversidad abarca el léxico, la gramática, las modulaciones, no
simples datos ya que pueden obrar sobre la interacción social que se da en el
lenguaje. Además entran en juego los fenómenos discursivos, los rasgos de
cortesía, los códigos compartidos, inferencias, los gestos, miradas,
silencios, que cobran sentido dentro de una determinada cultura y momento. Pues
bien: los encuentros y desencuentros que estos rasgos producen en la
interacción humana se potencializan con las migraciones.
El intenso flujo
de inmigrantes desde fines del siglo XIX y principios del XX, que habitualmente
relacionamos con aquella famosa frase atribuida a Alberdi: “gobernar es
poblar”, nos hizo vernos a nosotros mismos durante mucho tiempo como: ‘Argentina,
crisol de razas’. En realidad ya éramos un producto mestizo, puesto que
nuestra condición de ‘pueblo autóctono’ ya había recibido la Primera Corriente
Migratoria, que se produjo en el siglo XVI[4].
Luego con mayor o menor intensidad, estimulados o no por las autoridades de
turno, los procesos migratorios se han ido sucediendo y siguen teniendo lugar,
en tal magnitud que se dice que Buenos Aires es una de las ciudades con más
población de origen extranjero en el mundo. Estos interminables cruces, a veces
silenciosos, subrepticios, filtrados, otras organizados, oficiales, correctos,
obedecen a necesidades humanas pero es bueno tener presente que también
responden a intereses, expresos o no, de los estados. La ciudad es el
encuentro privilegiado de tanto ser de otros orígenes.
Admitido nuestro
país como de impronta migratoria, cabe preguntarse qué pasa con las nuevas
migraciones: cómo las sentimos, cómo sentimos las migraciones internas, es
decir, la cantidad de familias y gente que procede de algunas zonas del interior
en busca de mejores condiciones de vida. Y también la que procede de países
limítrofes, en situaciones parecidas. En estos últimos casos existe un factor
a favor: compartir la misma lengua. Claro que no esa lengua
monolítica, que no existe, sino variedades del español propias del lugar de
origen y además variedades enriquecidas por contacto con lenguas
originarias en muchos casos, todo lo cual tendrá efectos sobre nuestra
lengua. Y siendo nuestra sociedad del tipo multicultural propio de los siglos
XX-XXI, a los que vivimos y trabajamos en ella se nos impone la necesidad de
aceptar y organizar cierto nivel de heterogeneidad. Ante ella se señalan tres
posibles actitudes: homogeneización, ghetto, convivencia.[5]
1. La primera
consiste en la asimilación, facilitada por un sistema escolar unificado
e integrador y por el consumo masivo. Pretendería fundir las culturas
particulares en la unidad de una cultura nacional identificada con lo
universal. Ejemplos de Estados Unidos, Francia, Argentina. En nuestro país,
con una inmigración muy fuerte procedente de países culturalmente cercanos, los
inmigrantes españoles, italianos y otros, llegados en gran número, fueron
rápidamente asimilados en gran parte gracias a la escuela pública y
tuvieron, desde el fin de la
Primera Guerra Mundial, acceso a la nacionalidad. Digamos que
no siempre esta acción fue integradora, ya que según Adriana Puiggrós[6] se
dio a la par una actitud normativa, represora, en función de una idea de unidad
nacional: “Toda la sociedad coincidía entonces en una idea de unidad nacional
concebida como disolución de las diferencias y homogeneización de los sujetos.
De lo que pertenecía al propio grupo, a la tradición familiar o al país de
origen, apenas si se guardó un resto
durante unas pocas generaciones... La educación de las escuelas públicas de la
llamada República Conservadora... crea e impone un lenguaje escolarizado
que aprisiona y reprime las diversidades
del habla de los diferentes grupos de la población”
2. La solución opuesta es el ghetto,
o sea el mantenimiento de la población inmigrante en un estatus aparte o su
organización en comunidades localmente homogéneas y autocontroladas. Se respeta
la pluralidad de las mismas pero no hay comunicación, intercambio. La ventaja
de esta solución es que la comunidad sirve de intermediaria entre individuo y
sociedad, pero al mismo tiempo favorece que se produzcan choques
intercomunitarios y lo que es peor es que genera relaciones de desigualdad y
segregación en perjuicio de las minorías.
Estas dos soluciones representan
posiciones extremas que favorecen enfrentamientos peligrosos y actitudes
estigmatizadoras en torno de la inmigración.
3. La 3ra. propuesta consiste en
procurar reunir culturas diferentes en experiencias compartidas y en
proyectos de vida comunitarios. Es decir, se reconoce la cultura de
origen, la identidad personal, que posibilita al inmigrante una base a
partir de la cual puede asumir su participación en una sociedad
distinta. “Sin esta interiorización de los valores, no puede haber sociedad multicultural,
porque ésta combina la unidad de una organización social con la pluralidad
de las pertenencias y las referencias culturales”. Así es como hay que
interpretar la idea: vivamos y trabajemos juntos al mismo tiempo que
reconocemos nuestras diferencias culturales.[7]
Estos procesos tienen lugar en la
ciudad, que como espacio brinda a cada uno la posibilidad
de ser un extranjero y permite encuentros e interacciones entre individuos de
medios sociales y orientaciones culturales diferentes. Una réplica en menor
escala de la ciudad la podemos ver en la escuela, que podemos pensar
como un ‘espacio ecológico de encuentro de culturas’. De ahí la
necesidad de desarrollar aptitudes que favorezcan el respeto y la convivencia
desde este ámbito, por empezar con respecto a la lengua.
Ahora bien: en
teoría compartimos esa
idea de la ‘necesidad de aceptar y
organizar la heterogeneidad’, pero encontramos en general en la sociedad y en
especial en la escuela una fuerte adhesión a la ‘norma’, en su
sentido prescriptivo (cómo se debe hablar o escribir), que le impide
aceptar variaciones. Nos preguntamos por qué esta fuerte adhesión que
encontramos hacia un modelo o ideal de lengua única, homogénea.
Intentamos buscar la respuesta en la historia, en los orígenes de nuestra
escuela durante el período llamado de la ‘organización nacional’, cuando la Argentina pasa de país
a nación y se favorece un cierto tipo de ‘unidad’, ya que a partir de
entonces la política nacional será casi siempre la de Buenos Aires[8] :
“En 1860... para
que la Argentina
pudiera convertirse políticamente en una nación había que comenzar por unificar
e integrar totalmente su territorio. Pero no sería posible iniciar esta empresa
si previamente Buenos Aires no tuviera asegurada la dirección de la misma y no
existieren dudas del papel preponderante que debía corresponderle, por su
importancia, en la organización nacional... El resultado de Pavón...fue el
comienzo de una “pax porteña”, llevada a cabo por el movimiento
liberal triunfante, que arrasó con las situaciones provinciales, manejadas
por el federalismo tradicional... “
Aunque
aparentemente sinónimos, país refiere más a ‘territorio’, cuya
única existencia como factor no es suficiente para que se dé una nación
[9]. El
uso del concepto ‘nación’ refiere a condiciones más complejas, que tienen que
ver con el surgimiento del nacionalismo como el modo dominante en el siglo
XIX de concebir la organización de las comunidades humanas. Es lo que se
dio en llamar ‘mitología nacionalista’, entendida como ‘el conjunto de
creencias y prácticas que nos hacen concebir, inconscientemente, el mundo como
un conjunto de naciones, y sentir nuestra pertenencia a una de ellas como algo
natural e inevitable’. Según la misma, se equiparan estado, nación y pueblo, y
entre los requisitos que se reconocen para el concepto de ‘nación’ ocupa un
lugar central el de una lengua vernácula, oral y escrita, cuyo uso
abarcaría desde el registro administrativo al literario.
Ahora bien: la
democratización de la política, que necesita del ‘pueblo soberano’, por un
lado, y por el otro la afluencia de inmigrantes, que implicaban la emergencia
de nacionalismos marginales, periféricos, de base lingüística, obligaron a los ideólogos
del nacionalismo liberal a reaccionar en defensa de una lengua y cultura
homogénea, que les debería ganar la lealtad de los ciudadanos y la fe de
éstos en la unidad indivisible del estado nacional. A lo primero que se atiende
es a la lengua. Este proceso requiere de una intervención directa de lo
académico, porque “la legitimidad de la lengua estándar como artefacto que
genera cohesión cultural, y, por supuesto, el éxito que alcance, dependerá del
proceso de historificación a que lo sometan la filología y la lingüística, y de
la credibilidad con que las instituciones del estado le presenten al
ciudadano esa lengua como suya propia”.
El
castellano: nuestra lengua (¿?). Podríamos sentir contradictorio que la
lengua vernácula, en el siglo de las revoluciones, sea justamente la lengua
del opresor, mientras que las ideas libertarias circulaban clandestinamente en
textos franceses. Sarmiento reverenciaba a los norteamericanos y su
sistema educativo, a tal punto que, para la creación de la llamada escuela
“normal”, formadora de maestras, confió en la famosa Mary O’Graham y un grupo
de educadoras hablantes de inglés. Otros prohombres también tuvieron
preferencias en ese sentido, pero los hechos hicieron que se haya afianzado en
los países hispanoamericanos -primero por la fuerza, más la necesidad de una
lengua vehicular, pero luego también por el asentamiento de una
creciente población de origen hispánico, perteneciente a una cultura que
en ese momento estaba alcanzando su máxima creatividad y expansión en todos los
órdenes - la lengua traída en el siglo XVI durante el Primer Movimiento
Migratorio. Y que el uso luego, en todos los registros, desde el oral hasta el
literario, pasando por la ciencia, los medios, el derecho, hayan afianzado en
las nuevas naciones el español. De ahí que nuestra lengua vernácula
es el español de los conquistadores, ese mismo del que diría Pablo Neruda: Salimos
perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se
lo llevaron todo y nos dejaron todo...
Nos dejaron las palabras.
También es
interesante pensar que este proceso en el siglo XIX coincide en gran parte con
el Romanticismo y los movimientos postrománticos, los cuales implican como sabemos
la valorización de lo popular, el folklore, las culturas nativas. Pero no
aparecen las lenguas amerindias, siguen siendo hegemónicas la lengua y
literatura peninsulares. Y luego, con la tendencia al afrancesamiento propio
de la articulación de fin de siglo, tampoco se ve afectada la lengua más que
con la incorporación de elementos aislados. Valga en este caso recordar a Rubén
Darío, mentor del movimiento poético de inspiración francesa conocido como
Modernismo, quien en el poema “A Roosevelt” exalta la América Hispana ,
por su fe católica y sobre todo por la lengua española, frente a la amenaza
expansiva de Estados Unidos.
Al comenzar el
siglo XX España pasa a ser para nosotros la ‘madre patria’. La
lengua se denomina ‘castellano’, nombre del dialecto peninsular que
constituye la base del ‘español’. La denominación ‘castellano’ es también la
usada por Ramón Menéndez Pidal, prestigioso académico y filólogo español que
marcó el rumbo de la política lingüística seguida en nuestro país durante la
primera mitad del siglo XX. En textos de 1918 y 1944 va a vincular el castellano
con la unidad nacional. Descree de una ‘tradición alarmista’ sobre el futuro de
la lengua, amenazada de desmembramiento por la existencia de dialectos, pero su
fe en la unidad lo hace mirar no a España sino a Hispanoamérica. Porque, a su
juicio, 'las hablas populares hispano-americanas no representan una desviación
extraordinaria respecto de la castellana'. Esto lo dice en contraste con lo que
pasaba en España, repartida en varias lenguas o dialectos, frente a lo cual da
por sentado que en América la lengua es un “sistema lingüístico unitario
con base en la lengua literaria y en el uso de Castilla”.
Más que una
descripción de los hechos, estos discursos marcan la voluntad de Menéndez Pidal
de generar fidelidad y compromiso hacia una norma única, cohesora, lo cual se
ve en que a renglón seguido llama a participar a instituciones estatales y
élites intelectuales en acciones a favor de la unidad. Así por ejemplo se
complace con la política cultural de la Academia Argen tina
de Letras, que recomendaba a los maestros “impedir entre los alumnos, aun en
las horas del recreo, el uso vulgar de vos”, y agregaba: “es de
esperar que la presión escolar se mantenga, pues la más elevada opinión
literaria no ha cesado de ocuparse en el degradado y degradante voseo”.
Como se ve,
desconoce las variaciones y, al definirnos como sistema lingüístico unitario
con base castellana, desconoce también la vigencia de las lenguas amerindias
y su incidencia en el español. Sin embargo, como sabemos, éstas han constituido
un factor muy importante en la configuración de muchas lenguas
hispanoamericanas; a tal punto que resulta indispensable su conocimiento para
la comprensión de fenómenos lingüísticos y culturales [10],
pero desde lo académico se desconoció sistemáticamente durante mucho tiempo el
aporte de las mismas al español. Tampoco cuenta para Menéndez Pidal la
existencia del lunfardo o de variedades
rurales.
El interés en
señalar esa unidad del español en América podría tener dos razones muy
importantes: a) aquí constituimos nada menos que el 90 % de los
hispanohablantes, de ahí su importancia política; b) como sabemos, lo que hoy
es España y Portugal fue originalmente un conjunto de estados con
lenguas o dialectos particulares, diferencias que con el tiempo no desaparecieron
y a pesar de convertirse en naciones en el siglo XIX con lengua oficial, no
se eliminaron ni siquiera en nuestros días las tendencias autonomistas. No
es de extrañar entonces que, frente a una disgregación política y cultural en
la península y el temor a la fractura y la contundencia de la guerra civil,
desde la aparente neutralidad académica se haya pensado en un “panhispanismo”
que permitiera encontrar fuera de España el componente lingüístico necesario a
un proyecto de unidad nacional.
Esto hace pensar que la visión de
una lengua única vinculada a Castilla responde a un proyecto ideológico que
deja afuera, en ese momento, las ‘lenguas’de América. Se busca transferir
ese proyecto a las instituciones académicas, al estado, hasta legarlo como
mandato al maestro de escuela. Más allá de lo estrictamente lingüístico, el
proyecto es funcional a la política nacionalista del estado español. Y donde
viene la lengua, vienen otros elementos: en el siglo XV ya Nebrija y los Reyes
Católicos aunaban el Imperio y la
Lengua ; hoy también hoy
Andrés Rivera habla de una nueva “conquista de América” [11],
refiriéndose a no pocas empresas estatales españolas que explotan nuestros
recursos.
Se favorece así
una concepción de unidad de nuestra lengua que relega a ‘desviaciones’,
‘errores’, lo diferente. Podemos comprobar que la política delineada obtuvo sus
frutos, ya que esta idea es muy fuerte en el imaginario colectivo. Señala
Roberto Bein (2002) que en nuestro país existe un monolingüismo expandido a
partir de 1920, a pesar de la inmigración masiva y a raíz de una política
castellanizadora que se canalizó a través de la escolaridad primaria obligatoria
y el servicio militar. Esta política castellanizadora coloca fuera de nuestro
país el modelo de lengua, generando actitudes diferentes por ejemplo a las que
se pueden encontrar en Brasil con respecto al portugués, donde el sentimiento
es de mayor pertenencia.
De todos modos
hay una presión de los hechos que fue modificando los criterios. Así se pasó
del concepto de ‘norma’ única, vinculado a la unidad nacional, a hablar
de ‘pluricentrismo de normas’, con lo cual el uso del vos rioplatense,
por dar un ejemplo, quedaba salvado en la teoría. Esto permitió ingresar, sin
connotaciones desvalorizantes, el concepto, ya antiguo, de dialecto.
Pero lo decisivo fueron los estudios que desde 1960 muestran que muchas de las
consideradas desviaciones o anomalías no son tales sino que constituyen sistema
y son funcionales al significado o al sentido. De todo esto se llega a una
primera conclusión: la lengua es heterogénea, justamente por la
presencia de variaciones, como afirma entre nosotros en1984 Beatriz Lavandera.
Avanzando más, los sociolingüistas llegan a negar el mismo concepto de lengua: ‘la lengua no existe, es un constructo
abstracto’(López Morales: 1993), “el ‘estándar’ es artificial, no corresponde exactamente al
habla de ninguna región concreta” (Enrique Bernárdez, 2001), ‘la lengua es la
suma de todas las variedades’(A. Alatorre). José del Valle (2002) propone
hablar de “lengua imaginada”, en correlato de la ‘nación’ como “comunidad
imaginada”[12].
A
modo de conclusión: Si bien la lengua es un patrimonio tan entrañablemente
unido a nosotros y a la comunidad, eso no se contradice con la existencia de
diversidad en la misma. Y hoy entendemos que la diversidad es riqueza.
En principio pensándolo desde lo estético. Así, el lingüista mexicano Antonio Alatorre encuentra
creatividad, gracia, riqueza comunicativa en las variedades llamadas
dialectales. Recordemos también a Beaudrillard, quien habla
así de la diversidad: “Con la
construcción de la torre de Babel... Dios intervino dispersando las lenguas y
sembrando la confusión entre los hombres. Pues la dispersión de las lenguas,
desde el punto de vista del lenguaje en sí, de la riqueza y de la singularidad
del lenguaje, es una bendición del cielo”. Así, la incorporación de usos
procedentes del quechua, del toba, o las creaciones de los jóvenes, o préstamos
del italiano, del inglés, o cambios producidos dentro de la misma comunidad,
para citar algunos casos, enriquecen la lengua. Cito en este sentido a una
colega, Juana Martínez Gómez, docente de la Universidad Complutense
de Madrid: “Fundamentalmente (la lengua) nos une, aunque haya tantas
inflexiones en el español; nuestra lengua es la mayor riqueza que tenemos
porque nos da la posibilidad de entendernos hablando con muchos matices. Yo
asimilé muchas palabras, por ejemplo de los argentinos que llegaron en la
década del setenta, como «quilombo»; «bancárselo» y otras expresiones que no
había oído en mi vida y que de tanto oírlas las hice mías. También chilenismos,
cubanismos, me encanta expresar matices que no están en el español de España y
que los descubro en el español de otros países de Latinoamérica. La mayor
felicidad que podemos tener es podernos comunicar con tantos colores y acentos”[13]..
Gladys Lopreto, Facultad de Periodismo y Comunicación Social (UNLP), La Plata, Argentina, 2004
Leído en las 2das JORNADAS BONAERENSES SOBRE PATRIMONIO CULTURAL Y VIDA COTIDIANA. Publ. en Actas, formato CD, ISBN 987-21148-6-2
[1] Recientemente Ana María
Shuá
[2] Eco Umberto: La lengua perfecta
[3] Anderson B. (1993): Comunidades
imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México:
FCE
[4] Martínez Sarasola Carlos
(1992): Nuestros paisanos, los indios. Buenos Aires, Emecé.
[5] Touraine Alain (1998): ¿Podremos
vivir juntos? Buenos Aires-México, FCE
[6] Puiggrós Adriana (1995): Volver
a educar. Buenos Aires, Ariel.
[7] (op. cit.199/200)
[8] Panettieri José
(1986): Argentina:
historia de un país periférico. 1860-1914. Buenos Aires, CEAL.
[9] Del Valle José (2002) “Lenguas imaginadas:
Menéndez Pidal, la
Lingüística hispánica y la configuración del estándar”. Volumen
especial Red temática de lingüística
española, asociada a la lista de distribución Infoling. Estudios de
Lingüística Española (ELiEs), Volumen 16.
[10] De Granda Germán (1996): En:
signo & seña Nº 6 (1996), Revista
del Instituto de Lingüística, Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Buenos
Aires, Argentina
[11] Entrevistado por Quiroga,
Canal 7, “El rincón de la cultura”, 12/08/04. Cf. también Elvira Arnoux, 2003.
[12] Además de los autores
citados, ver Alatorre Antonio (1989) Los 1,001 años de le lengua española. México, F.C.E. Baudrillard Jean (1997) El crimen perfecto. Barcelona, Anagrama. Bernárdez
Enrique (2001): ¿Qué son las lenguas? Madrid, Alianza Editorial.
[13] Comunica Agosto, 28-05-03.
No hay comentarios:
Publicar un comentario