Reúno en este espacio textos de mi autoría que son productos de investigaciones, búsquedas bibliográficas, reflexiones, a veces serias, a veces no tanto, sobre los temas de estudio que transité: el lenguaje, la lengua, el juego de la gramática, el discurso, la enseñanza, la práctica educativa, los libros, y también la aventura maravillosa de haberme internado en el siglo XVI en la selva paraguaya a través de un estrecho ventanuco: las cartas de los soldados que vinieron a este extremo sur del continente. Muchos de estos trabajos fueron publicados en actas de congresos, unos pocos bajo el formato libro, y otros tantos tienen existencia virtual. Tal vez a algún lector le interesen, lo que constituirá para mí un momento de alegría. GLADYS LOPRETO

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lunes, 28 de febrero de 2011

LENGUAJE Y SOCIEDAD MULTICULTURAL (2004)

 Introducción *
Primer año de EGB en una escuela de La Plata. Unos veinte chicos, con las expectativas e inquietudes del ser humano dispuesto a dar y recibir afecto y a crecer. La maestra, una joven platense, amable, dispuesta, preparada para la tarea en nuestros institutos de formación de docentes. Llamamos ‘los chicos’ a un grupo de niños y niñas de edades parecidas, que viven en el área de la escuela, en el seno de familias similares entre sí: no se asemejan a aquellas que ilustraban los viejos libros de lectura y los actuales spots publicitarios, en varias de ellas hay ausencias del padre o de la madre, desocupación, subocupación, relaciones de trabajo informales, pobreza, viviendas precarias.
Sin embargo, más allá de estas similitudes los chicos se sienten distintos, hay diferencias. Nos interesan para nuestro estudio las diferencias lingüísticas y culturales, que tienen que ver con la procedencia: encontramos que un tercio de los chicos proviene de familias arraigadas desde hace varias generaciones en la zona, viven muy próximo a la escuela, en departamentos de planes de vivienda; otro grupo similar está formado por chicos que vienen de provincias del interior, de familias que viven en la actualidad en una villa de emergencia un poco más alejada; otros provienen de países limítrofes y viven en una zona conocida como ‘el asentamiento’. 
El grupo presentaba así una heterogeneidad cultural y lingüista, situación ésta para nada infrecuente en nuestras escuelas.
¿Qué pudimos ver en ese primer año escolar? Sin duda hubo un crecimiento en todos, inclusive en nosotros y en la maestra, difícil de constatar, pero lo que sí pudimos ver es que, en principio, la participación de los chicos no fue pareja: en efecto, a excepción de los señalados en el primer grupo, los del segundo y tercer grupo se sintieron desvalorizados, excluidos, y si nos atenemos a resultados mensurables encontramos que solo el primer grupo, el de los niños platenses, llegó a adquirir las habilidades mínimas de lectura y escritura, mientras el resto no había salido todavía prácticamente de lo que se conoce, en la jerga docente, como ‘etapa presilábica’ (es decir, la etapa en la que se tiene conciencia de la escritura pero todavía no se asocian fonema y grafema, sonidos y letras).
Esto nos llevó a plantearnos por un lado la existencia de diversidad cultural y lingüística en nuestra sociedad: en el caso concreto referido, los chicos, fundamentalmente por las diferencias de lugares de origen, usaban diferentes variedades de castellano, que recibían a su vez la influencia de diferentes contactos: guaraní, quechua, aymará, a lo que podemos sumarle lenguas habituales en nuestra cultura como el italiano, el inglés, etc.; por otro lado, cuál es la actitud institucional. Ésta se centra en el maestro, quien siente el ‘mandato’ de enseñar ‘la Lengua’, y quien a su vez, en su práctica lingüística coincide con alguno de los grupos (en este caso el señalado en primer lugar), justamente el que obtiene los mejores resultados; importa entonces acá ver las conceptualizaciones del docente con respecto a la diversidad y al lenguaje.
Creemos que la situación así planteada genera un conflicto que la mayoría de las veces no es un conflicto pedagógico, de crecimiento, sino que supera las capacidades del sujeto de resolverlo, por lo tanto intentaremos ver qué aportes pueden darse desde la teoría.

2. Cambio y diversidad en el lenguaje
Partimos de la premisa de que en las lenguas existe diversidad, rasgo que se relaciona con el cambio. Nadie negaría hoy que las lenguas cambian. Los procesos de cambio tienen que ver con el carácter dinámico del lenguaje, su funcionalidad, sus rasgos reconocidos de versatilidad y ubicuidad a los que apunta desde orígenes remotos la tarea  de construir entre todos un sistema de comunicación rápido y eficaz.
Generalmente tenemos noción de los cambios que se dieron a través del tiempo, ya aceptados, pero nos cuesta pensar que en este momento se están produciendo, por eso tendemos a condenar a priori toda modificación en el sonido o la morfología de una palabra, el remplazo de otra existente o de un tiempo o modo verbal, o la atribución de un nuevo concepto, por mencionar algunos hechos, sin tener en cuenta que procesos similares, ya cerrados y ‘aprobados’ (o no), se fueron dando en la historia de las lenguas. Del mismo modo nos alarmamos porque los más jóvenes desconocen, han perdido palabras como estío, que nosotros sí conocemos y que pertenecen a la lengua, que están en el Diccionario (argumento a favor del ‘lenguaje pobre’ que se les atribuye), aunque en la historia abundan los ejemplos de desaparición de palabras. También creamos, inventamos, como cuando hablamos de la ineluctabilidad del cambio. Los procesos afectan también a la organización de las formas verbales, lo textual, lo discursivo. Es decir, todo es posible dentro de ciertos parámetros, tanto que existan un montón de palabras nuevas cuyo significado no conocemos (y que recluimos dentro de las ‘jergas’ juveniles o de las otras), como que el famoso cuadro de la conjugación verbal se ‘desencuadre’, etc. En la historia de estos cambios seguramente hay fidelidades, elecciones, imaginación, conocimiento, mezclas, concientes o no, como en todo aquello que es fruto de la creatividad humana, porque las lenguas viven en los que las usan, entre un aferrarse a lo establecido y un innovar constante. 
En realidad estamos aceptando el cambio en el mismo hecho de utilizar la lengua de hoy, puesto que lo ‘nuevo’ o anómalo de tiempo atrás está ya canonizado. Asomarnos al cambio nos permite ver lo histórico, lo cultural, el lenguaje como monumento, puede usarse también para fundamentar una definición o el uso de un término.
Me interesa remarcar un aspecto: habitualmente tenemos un concepto lineal del cambio. Se nos pasa desapercibido que ese camino recorrido por la palabra, desde su origen hasta la actualidad, está trazado por el estudioso en un intento de explicar cómo se unen los extremos, es decir, la raíz original y la palabra actual, pero lo que en la lengua concretamente ocurrió y que no alcanzamos a ver es la coexistencia durante un tiempo de varias formas enfrentadas  o con connotaciones diversas, de las cuales una terminó imponiéndose en detrimento de las demás. Es decir, el cambio tenía lugar ‘en simultaneidad’, y el hecho de que se produjera constituye en sí mismo una prueba de la previa existencia de variaciones o variedades. Justamente dicen los sociolingüistas que sin la existencia de variedades no se hubieran producido cambios; éstos pasan a dar constancia, pues, de la existencia de aquéllas, es decir, de formas que en un momento pudieron ser alternativas o inclusive marginales con respecto a las formas canónicas.
A eso nos referimos cuando hablamos de diversidad: la coexistencia de elementos diferentes que son usados con valor indistinto o equivalente. La diversidad abarca el léxico, la gramática, las modulaciones, y no constituyen meros datos ya que pueden obrar sobre la interacción social que se da en el lenguaje. Además entran en juego los fenómenos discursivos, los rasgos de cortesía, los códigos compartidos, inferencias, los gestos, miradas, silencios, que cobran sentido dentro de una determinada cultura y momento. Los encuentros y desencuentros que estos rasgos producen en la interacción humana se potencializan al multiplicarse las comunicaciones y los movimientos poblacionales, y llegamos así al cuadro inicial con que comenzó este artículo. Aquel grupito que vimos en la escuela, constituido por chicos hispanohablantes de diferente procedencia, ejemplifica un hecho muy frecuente en la sociedad en que vivimos, que se caracteriza por los múltiples cruces, las migraciones, los movimientos, las radicaciones de familias en lugares y culturas distintos a su origen. Las motivaciones son casi siempre socioeconómicas, aunque cobra importancia también la expectativa de compartir la misma lengua y rasgos culturales similares[1].

Inmigraciones. El intenso flujo de inmigrantes desde fines del siglo XIX y principios del XX, que habitualmente relacionamos con aquella famosa frase atribuida a Alberdi: “gobernar es poblar”, nos hizo vernos a nosotros mismos durante mucho tiempo como aquello de ‘Argentina, crisol de razas’. En realidad ya éramos un producto mestizo, puesto que nuestra condición de ‘pueblo autóctono’ ya había recibido la que constituyó para C. Martínez Sarasola (1992) la Primera Corriente Migratoria, que se produjo en el siglo XVI. Luego con mayor o menor intensidad, estimulados o no por las autoridades de turno, los procesos migratorios se han ido sucediendo y siguen teniendo lugar, en tal magnitud que se dice que Buenos Aires es una de las ciudades con más población de origen extranjero en el mundo. Estos interminables cruces, a veces silenciosos, subrepticios, filtrados, a veces organizados, oficiales, correctos, obedecen a impulsos, búsquedas, necesidades pero también responden a intereses, expresos o no, de los estados. En estos procesos, la ciudad es el encuentro privilegiado de tanto ser de otros orígenes.
La nuestra corresponde así al tipo de sociedad multicultural propio de los siglos XX-XXI: Entendemos que, por lo tanto, a los que vivimos y trabajamos en ella se nos impone la necesidad de aceptar y organizar cierto nivel de heterogeneidad, como lo plantea Alain Touraine (1998), quien, con respecto al tema migraciones, reconoce tres posibles soluciones: homogeneización, ghetto, convivencia.
La primera consiste en la asimilación, facilitada por un sistema escolar unificado e integrador y por el consumo masivo. Más frecuente en el plano local de ciudad, barrio, grupo, que en el plano nacional, pretendería fundir las culturas particulares en la unidad de una cultura nacional identificada con lo universal. Propone los ejemplos de Estados Unidos, Francia y Argentina. Los dos primeros mostrarían una vigorosa asimilación, con fuertes reacciones negativas y prejuicios racistas. Con respecto a nuestro país, que se diferencia de los anteriores por una inmigración muy fuerte procedente de países culturalmente cercanos, dirá que en gran parte, gracias a la escuela pública, inmigrantes españoles, italianos y otros, llegados en gran número, fueron rápidamente integrados y tuvieron, desde el fin de la Primera Guerra Mundial, acceso a la nacionalidad.
No siempre esta acción fue integradora. Para A. Puiggrós (1995) se dio a la par una actitud normativa, represora, en función de una idea de unidad nacional: “Toda la sociedad coincidía entonces en una idea de unidad nacional concebida como disolución de las diferencias y homogeneización de los sujetos. De lo que pertenecía al propio grupo, a la tradición familiar o al país de origen, apenas si se guardó un resto durante unas pocas generaciones... La educación de las escuelas públicas de la llamada República Conservadora... produce rituales, crea e impone un lenguaje escolarizado que aprisiona y reprime las diversidades del habla de los diferentes grupos de la población”
La solución opuesta a la asimilación que menciona Touraine es el mantenimiento de la población inmigrante en un estatus aparte o su organización en comunidades localmente homogéneas y autocontroladas. Se respeta la pluralidad de las mismas pero no hay comunicación, intercambio. La ventaja de esta solución es que la comunidad sirve de intermediaria entre individuo y sociedad, lo que puede permitir amortiguar los choques y las reacciones suscitadas por el proceso de integración. Su inconveniente es que hace más probables los choques íntercomunitarios, y sobre todo que genera relaciones de desigualdad y segregación en perjuicio de las minorías.
Ninguna de estas dos soluciones extremas convendría a la sociedad multicultural. En consecuencia propone dejarlas de lado, porque “cuanto más se concibe la sociedad multicultural como un encuentro de culturas y comunidades, más posibilidades hay de provocar enfrentamientos peligrosos en torno de la inmigración”.
La propuesta que ve como exitosa es la de respetar las diferencias y, al mismo tiempo, integrar; procurar reunir culturas diferentes en la experiencia vivida y el proyecto de vida de los individuos. Esto es, tomando las palabras del mismo A. Touraine, ‘combinar la participación en la racionalidad instrumental con la defensa activa de una identidad cultural’. La cultura de origen sostiene una identidad personal, que posibilita al inmigrante una base a partir de la cual puede asumir su participación en una sociedad distinta. “Sin esta interiorización de los valores, no puede haber sociedad multicultural, porque ésta combina la unidad de una organización social con la pluralidad de las pertenencias y las referencias culturales”. Esto fundamenta un principio de acción:
 Así es como hay que interpretar la idea: vivamos y trabajemos juntos al mismo tiempo que reconocemos nuestras diferencias culturales. (199/200)
Más adelante destaca la ciudad como el espacio donde se dan estos procesos. La ciudad, como creación de la sociedad humana, nos dirá que fue innovadora porque brinda a cada uno la posibilidad de ser un extranjero y permite encuentros e interacciones entre individuos de medios sociales y orientaciones culturales diferentes. Tomaremos este concepto para ver de ese modo la escuela como una réplica a menor escala de lo que es la ciudad, y así podemos arribar a entender la institución escolar también como un lugar donde se dan las diferencias, como un ‘espacio ecológico de cruce de culturas’[2]. Visto así, surge como un imperativo la necesidad de que el maestro y los chicos y la sociedad entera desarrollen aptitudes que favorezcan la convivencia. De ahí que vale, en lo específico que nos concierne, cerrar con su pregunta: “¿Puede contribuir la escuela a disminuir la desigualdad de oportunidades si no mezcla a niños de orígenes diferentes y no acepta reconocer que hay varios caminos para llegar a la misma meta, a cierto nivel de organización del pensamiento racional, a la capacidad de comunicarse, a la innovación?”

Pues bien: en este punto, referido concretamente a las interacciones que se dieron en el grupo, observamos:
§         Los chicos lugareños estigmatizaban a los de afuera por sus rasgos diferentes: léxico, gramática, pronunciación, color, hábitos culturales
§         Los chicos de afuera tendían a apartarse y a permanecer callados, se negaban a pasar a un primer plano
§         Los maestros intervenían muchas veces ayudando a superar problemas de relación, pero con una tendencia prejuiciosa a detectar en los últimos los rasgos del “código restringido” (B. Bernstein). Formulaban rápidamente opiniones como “no hablan”, “no saben hablar”, con remisión a condiciones familiares: “en la casa no hablan”. Por otro lado, desconocían en general conceptos de Sociolingüística, y mostraban preocupación por cumplir con las exigencias de la currícula escolar, ya que “el nivel” que traían los chicos de la casa no era suficiente para las tareas planificadas...
En el área que nos concierne, encontramos una fuerte conceptualización del docente con respecto a la lengua homogénea, que se traduce en una especie de mandato consistente en: hablar correctamente, ser siempre modelo, no aceptar desviaciones (variaciones), corregirlas al instante, señalar errores. Con frecuencia, una forzosa (o forzada) seguridad por un lado frente a los alumnos, acompañada de una constante inseguridad de caer en falta con respecto a la norma.

3. La lengua homogénea en las conceptualizaciones del docente
Compartimos esa idea de la  ‘necesidad de aceptar y organizar la heterogeneidad’, pero encontramos en general en el docente una fuerte adhesión a la ‘norma’, en su sentido prescriptivo (cómo se debe hablar o escribir), que le impide aceptar variaciones. Usamos ‘la norma’acá en el sentido de ‘lengua correcta’, coincidente con la que en nuestras sociedades está legitimada por la escuela, de ahí la denominación de ‘lengua escolarizada’ preferida por lingüistas del grupo de A. Martinet. Es decir: la escuela tiene como mandato enseñar la lengua escolarizada, que es la que se enseña en la escuela. El razonamiento como vemos es circular y no tiene salida, ése es justamente el problema. Dentro del círculo queda implícito el concepto de ‘lengua homogénea’.
Nos preguntamos por qué esta fuerte adhesión que encontramos hacia la lengua homogénea, a un modelo o ideal de lengua única, y para no explicarlo desde el prejuicio, pensamos que tiene que ver con los orígenes. De ese modo intentamos indagar en la historia, que nos permite vincular la escuela, tal como hoy la conocemos, al período de la ‘organización nacional’. Éste consiste en el paso de la Argentina de país a nación, que favorece un cierto tipo de ‘unidad’, ya que a partir de entonces la política nacional será casi siempre la de Buenos Aires. Leemos en Panettieri (1986: 13):
En 1860 Argentina era todavía un país dividido... Buenos Aires seguía manteniéndose como un estado independiente, ... la poderosa y rica provincia no había entregado nada importante de su soberanía o poder económico al gobierno de la Confederación.
Ahora bien, para que la Argentina pudiera convertirse políticamente en una nación había que comenzar por unificar e integrar totalmente su territorio. Pero no sería posible iniciar esta empresa si previamente Buenos Aires no tuviera asegurada la dirección de la misma y no existieren dudas del papel preponderante que debía corresponderle, por su importancia, en la organización nacional.
Estas condiciones se dieron luego de la batalla de Pavón, librada el 17 de septiembre de 1861. Esta constituye el punto de partida para el cambio... El resultado de Pavón no significó la inmediata pacificación del país, pero sí el comienzo de una “pax porteña”, llevada a cabo por el movimiento liberal triunfante, que arrasó con las situaciones provinciales, manejadas por el federalismo tradicional...
Aunque aparentemente sinónimos, país refiere más a ‘territorio’, cuya única existencia como factor no es suficiente para que se dé una nación (José del Valle 2002).[3] El uso del concepto ‘nación’ refiere a condiciones más complejas, que tienen que ver con el surgimiento del nacionalismo como el modo dominante en el siglo XIX de concebir la organización de las comunidades humanas. Es lo que se dio en llamar ‘mitología nacionalista’, entendida como ‘el conjunto de creencias y prácticas que nos hacen concebir, inconscientemente, el mundo como un conjunto de naciones, y sentir nuestra pertenencia a una de ellas como algo natural e inevitable’. Por el contrario, aclara del Valle que es un concepto construido en la modernidad, con posterioridad a la serie de revoluciones que en Europa y en América desplazan el poder de la nobleza y la aristocracia a manos de la burguesía. “Es entonces cuando comienza a producirse la equiparación de estado, nación y pueblo, y la creación material e ideológica de lo que hoy entendemos por nación”.
Luego vemos que, a lo largo del siglo diecinueve, favorecida por la burguesía liberal y en estrecha relación con el desarrollo capitalista, se desarrolla la primera fase del nacionalismo, en la cual se completa entonces la construcción de los grandes estados nacionales europeos y americanos. Recordemos:  Se levanta a la faz de la tierra / una nueva y gloriosa nación... En esta etapa el factor prioritario va a ser la tenencia de un territorio que ofrezca condiciones de ‘viabilidad’.[4] En cuanto a la lengua, se daba por hecho que todos los ciudadanos adoptarían la lengua nacional.
A nuestros propósitos nos interesa más la segunda etapa, a partir de 1880, en la que se mencionan tres criterios adicionales para que un territorio pudiera constituirse en entidad nacional: poder del estado, capacidad militar, y permanencia de una élite cultural estable durante un período prolongado, con una lengua vernácula, oral y escrita, cuyo uso abarcaría desde el registro administrativo al literario. Podría decirse que se trata de “un nuevo tipo de nacionalismo que prescindía del principio de viabilidad, y en cuyo discurso los criterios lingüístico y étnico pasaban a ocupar un lugar central” (op. cit.).
De las causas indicadas como necesarias para el desarrollo de este tipo de nacionalismo el autor citado destaca dos: por un lado, la democratización de la política, que necesita del ‘pueblo soberano’ y de mecanismos que capaciten al mismo para intervenir o afectar las cuestiones de estado y garanticen la lealtad del individuo al sistema imperante; por otro lado, los grandes movimientos de población, por los cuales, dentro de la sociedad ya constituida y con su élite cultural establecida, surgían grupos cuyos usos lingüísticos y otros hechos culturales se distanciaban preocupantemente del estándar... Así, “la emergencia de nacionalismos periféricos de base lingüística y el protagonismo de grupos sociales marginales obligaron a los ideólogos del nacionalismo liberal a reaccionar intensificando el discurso que les debería ganar la lealtad de los ciudadanos y la fe de éstos en la unidad indivisible del estado nacional” (op. cit.).
Por eso afirmará que “de todos los elementos culturales que intervienen en la génesis, desarrollo y transformación de los movimientos e ideologías nacionalistas, ninguno ha alcanzado la importancia de la lengua”. Este proceso requiere de una intervención directa de lo académico en la configuración del estándar como lengua nacional, porque “la legitimidad del estándar como artefacto que genera cohesión cultural, y, por supuesto, el éxito que alcance, dependerá del proceso de historificación a que lo sometan la filología y la lingüística, y de la credibilidad con que las instituciones del estado le presenten al ciudadano esa lengua como suya propia”.
En América, la lengua ‘vernácula’ de las nuevas naciones va a ser el español de los conquistadores, ese mismo del que diría Pablo Neruda: Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo...  Nos dejaron las palabras.[5]
Podemos notar una cierta contradicción en que la lengua vernácula, en el siglo de las revoluciones, sea justamente la lengua del opresor, mientras que las ideas libertarias circulaban clandestinamente en textos franceses. Sarmiento reverenciaba a los norteamericanos y su sistema educativo, a tal punto que, para la creación de la llamada escuela “normal”, formadora de maestras, confió curiosamente en la famosa Mary O’Graham[6] y un grupo de educadoras hablantes de inglés. Otros prohombres también tuvieron preferencias en ese sentido, pero los hechos hicieron que se haya afianzado en los países hispanoamericanos -primero por la fuerza, más la necesidad de una lengua vehicular, pero luego también por el asentamiento de una creciente población de origen hispánico, perteneciente a una cultura que en ese momento estaba alcanzando su máxima creatividad y expansión en todos los órdenes[7] - la lengua traída en el siglo XVI durante el Primer Movimiento Migratorio. Y que el uso luego, en todos los registros, desde el oral hasta el literario, pasando por la ciencia, los medios, el derecho, hayan afianzado en las nuevas naciones el español.
También es interesante pensar que este proceso en el siglo XIX coincide en gran parte con el Romanticismo y los movimientos postrománticos, los cuales implican como sabemos la valorización de lo popular, el folklore, las culturas nativas. Sin embargo siguen predominando la lengua y literatura peninsulares. Y luego, con la tendencia al afrancesamiento propio de la articulación de fin de siglo XIX, tampoco se ve afectada la lengua más que con la incorporación de elementos aislados. Valga en este caso recordar a Rubén Darío, mentor del movimiento poético conocido como Modernismo, de inspiración francesa: en el poema “A Roosevelt” exalta la América Hispana, por su fe católica y sobre todo por la lengua española, frente a la amenaza expansiva de Estados Unidos.
Al comenzar el siglo XX las relaciones con España cambian, ésta pasa a ser la ‘madre patria’. La lengua se denomina ‘castellano’, nombre del dialecto peninsular que constituye la base del ‘español’. En las escuelas justamente la materia es Castellano. La elección del término tiene sus razones. Podemos pensar que, mientras el término cedido –español- puede albergar rasgos diferentes: los refinamientos de la cultura catalana, las veleidades de la corte, las saudades de Galicia, la sensualidad de Andalucía, el término nuevo viene bien con las preferencias por un pueblo guerrero, vigoroso, ascético, que además fue el que estableció su hegemonía en toda la península y reafirmó la ideología católica con la expulsión de los musulmanes (y judíos). También fue indiscutible su prestigio, de lo que no es ajeno el que hubiera sido declarada lengua oficial; recordemos el valor con el que aparece hacia el siglo XVII el concepto de castellano viejo. Se contamina con el término castizo, término que en realidad viene de casta, con el concepto de raza, clase social generalmente alta o aristocrática.
La denominación ‘castellano’ es también la usada por Ramón Menéndez Pidal, prestigioso académico y filólogo español que marcó el rumbo de la política lingüística seguida en nuestro país durante la primera mitad del siglo XX; el mismo aboga por una defensa de la unidad de la lengua, aunque bajo la consigna equívoca y todavía recurrente de ‘unidad en la diversidad’: ¿estrategia operativa? ¿mera concesión a los hechos? ¿gusto por el detalle “étnico”, el color local? Sin embargo, hace una expresa condena a determinados rasgos diferentes, como por ejemplo el voseo (cf. abajo).
En los textos de Menéndez Pidal estudiados por del Valle, que son de 1918 y 1944, aquél va a vincular el castellano con la unidad nacional. Descree de una ‘tradición alarmista’ de temor sobre el futuro de la lengua, amenazada de desmembramiento por la existencia de dialectos, pero su fe en la unidad lo hace mirar no a España sino a Hispanoamérica. Porque, a su juicio, 'las hablas populares hispano-americanas no representan una desviación extraordinaria respecto de la castellana'. Esto lo dice en contraste con lo que pasaba en España, repartida en varias lenguas o dialectos, frente a lo cual da por sentado que en América la lengua es un “sistema lingüístico unitario con base en la lengua literaria y en el uso de Castilla”.
Más que una descripción de los hechos, señala del Valle que estos discursos marcan la voluntad de toda una línea de pensamiento representada por Menéndez Pidal, de generar fidelidad y compromiso hacia la norma cohesora, lo cual se ve en que a renglón seguido llama a participar a instituciones estatales y élites intelectuales en acciones a favor de la unidad. Así por ejemplo se complace con la política cultural de la Academia Argentina de Letras, que había pedido al Consejo Nacional de Educación recomendara a nuestros maestros –quienes entonces hablarían de “tú”, como todavía suelen hacerlo, al menos en las notas escritas dirigidas a los chicos- “impedir entre los alumnos, aun en las horas del recreo, el uso vulgar de vos.  El Consejo Nacional cursó enseguida las oportunas advertencias al personal docente, y es de esperar que la presión escolar se mantenga, pues la más elevada opinión literaria no ha cesado de ocuparse en el degradado y degradante voseo”[8].
Por supuesto, relega la vigencia de las lenguas amerindias y su incidencia en el español. Sin embargo, como sabemos, éstas han constituido un factor muy importante en la configuración de muchas lenguas hispanoamericanas. Es más, resulta indispensable su conocimiento para la comprensión de fenómenos lingüísticos y culturales, pero como señalara German de Granda (1996)[9], desde lo académico se desconoció sistemáticamente durante mucho tiempo el aporte de las mismas al español. Tampoco cuenta para Menéndez Pidal la existencia de variedades rurales como la gauchesca o el lunfardo.
Por qué la mira puesta en América: por dos razones muy importantes. La primera, que aquí constituimos nada menos que el 90 % de los hispanohablantes. La 2da. que, como sabemos, lo que hoy es España y Portugal fue originalmente un conjunto de estados con lenguas o dialectos particulares, emparentadas entre sí, a excepción del vasco, con aportes importantes de la lengua árabe y otras en menor medida; estas diferencias no desaparecieron, de modo que el que España se convirtiera en nación en el siglo XIX no eliminó ni siquiera en nuestros días las tendencias autonomistas ni tampoco la existencia y plena vigencia de lenguas diferentes a la lengua oficial. No es de extrañar entonces que, frente a una disgregación política y cultural en la península y el temor a la fractura, dada la contundencia de la guerra civil, desde la aparente neutralidad académica se haya pensado en un “panhispanismo” que permitiera encontrar fuera de España el componente lingüístico necesario al proyecto de unidad nacional.
Queda claro que la visión de una lengua única vinculada a Castilla responde a un proyecto ideológico que deja afuera, en ese momento, las ‘lenguas’de América. Sin embargo, se intenta transferir ese proyecto a las instituciones académicas de Hispanoamérica, a las organizaciones estatales, hasta legarlo como mandato al maestro de escuela, con la vista puesta en la lengua única. Más allá de lo estrictamente lingüístico, dirá Del Valle que la necesidad es funcional a la política nacionalista del estado español.
Se favorece así entre nosotros una concepción de unidad de la lengua que no solo relega lo diferente al concepto de ‘desviaciones’, sino que directamente se llega a negar su existencia. Esta idea fue muy fuerte en el imaginario colectivo. Se puede rastrear en teóricos de la gramática, en textos dedicados a la enseñanza, en escritores y ensayistas. Borges da pruebas de un prestigio ‘negativo’ hacia la lengua usada en Argentina, que se apoya curiosamente en afirmar ‘que adolece de dialectos’[10]. Pensemos sin embargo que ya desde tiempo atrás existían códigos claramente diferenciados como el lunfardo, la lengua gauchesca, el cocoliche, tan solo en la zona pampeana: algunos fueron desconocidos, otros ridiculizados, que es otra forma de desestimar su vigencia.

Podemos comprobar que la política delineada obtuvo sus frutos. Señala Roberto Bein (2002) que en nuestro país existe un monolingüismo expandido a partir de 1920, a pesar de la inmigración masiva y a raíz de una política castellanizadora que se canalizó a través de la escolaridad primaria obligatoria y el servicio militar. Influyó también, según el mismo, la procedencia de los inmigrantes de muy diversos países, lo cual volvía necesario un idioma común, y la composición social de varios grupos de inmigrantes, que hacían que el castellano fuera la primera lengua escrita en la familia.
Pues bien, este concepto de lengua única que desconoce otras realizaciones va a encontrar a mediados del siglo XX, en nuestro país, un refuerzo del lado de la ciencia, primero con el Estructuralismo, que construye en la lengua su objeto de estudio. La describe como sistema homogéneo y autónomo, en tanto patrimonio, herencia de la sociedad, a la que concibe como ‘masa’. El hablante en ella es ‘pasivo’, solamente recibe. Estos conceptos, explicitados a principios del XX, se hicieron carne en mis aulas tardíamente, debido en gran parte al prestigio de la tradición hispanista encarnada en Menéndez Pidal. Puede rastrearse este paso en el cambio de denominación en la currícula escolar, donde pasó a llamarse “Lengua”; el nuevo nombre marca una mirada universal con respecto a la anterior de “Castellano” y un recorte del objeto en términos de absoluto. A diferencia de lo anterior, se desestimó la tradición literaria de los grandes escritores como base lingüística a favor de una inclusión de la oralidad, movimiento que coincide con un alejamiento de la impronta hispanista.
La elección del objeto de estudio y de enseñanza relegaba las desviaciones, anomalías, incorrecciones, es decir, todo lo que se salía del sistema perfectamente delineado de la lengua, al “habla”. Entre los dos conceptos se intentaba repartir la realidad del lenguaje, pero siempre quedaban elementos indecisos entre uno y otro, hasta que Coseriu propone el concepto de ‘norma’, no en el sentido prescriptivo sino con pie en la comunidad lingüística, como fase intermedia. Desde hace un par de décadas se habla de ‘pluricentrismo de normas’, que es reconocer que la norma hegemónica existe aunque ya no es la de la metrópolis, sino que puede tener distintos orígenes. Esta mirada ya significa un avance, porque nos permite admitir y explicar algunas diferencias que aparecen en la realización de la ‘lengua’ llevada a cabo por diferentes colectivos, aunque de todos modos implica en sí mismo la exclusión de elementos divergentes, innovadores, que no estén comprendidos dentro del concepto de ‘norma’. Además se sigue en una actitud etnocéntrica, mucho más atenuada que la de arriba y detectable no solo en nuestras escuelas.
El concepto de lengua homogénea se fortalece posteriormente en la propuesta de Noam Chomsky (1957 en adelante), quien, aunque reconoce la existencia de diversidad, plantea la necesidad de idealizar el objeto de estudio, con lo cual pone el énfasis en la explicación del sistema; esto favorece necesariamente el concepto de ‘lengua’ en el sentido de lengua única, lengua homogénea. También desde la hipótesis innatista se refuerza esta idea.
El verdadero cambio se produce en el seno del propio estructuralismo, y es a consecuencia de sus propios principios metodológicos. Ya Saussure, luego Bloomfield, postulaban que ‘la lengua’ es oral y proponían abordarla ad nihilo, sin esquemas previos: desubrir su estructura a partir de datos, emisiones, proferencias. Esto es lo que se hizo con muchísimas lenguas ‘exóticas’ pero también se usó para las lenguas que tenían una larga tradición gramatical o metalingüística. Era imposible que una aproximación de este tipo al fenómeno del lenguaje no produjera contradicciones con el principio básico de la homogeneidad de la lengua. Ya con el concepto de ‘norma’ y de ‘pluricentrismo de normas’ al que nos hemos referido, el uso del vos rioplatense, por dar un ejemplo, quedaba salvado en la teoría[11]. Esto permitió ingresar, sin connotaciones desvalorizantes, el concepto, ya antiguo, de dialecto. Pero lo decisivo fueron los estudios de W. Labov desde 1960, que muestran que muchas de las consideradas desviaciones o anomalías no son tales sino que constituyen sistema, en correlación con determinadas variables sociales, lo cual nos pone en la presencia de ‘variaciones’. Las variaciones ya no caen como las anomalías en la condición de fenómenos de habla, según el esquema tradicional, sino que son funcionales al significado o al sentido.
De todo esto se llega a una primera conclusión: la lengua es heterogénea, justamente por la presencia de variaciones, como ya lo afirma entre nosotros Beatriz Lavandera (1984). Pero avanzando más, los sociolingüistas llegan a negar el mismo concepto de lengua: ‘la lengua no existe, es un constructo abstracto’(López Morales: 1993), “el ‘estándar’[12] es artificial, no corresponde exactamente al habla de ninguna región concreta” (Enrique Bernárdez, 2001), ‘la lengua es la suma de todas las variedades’(A. Alatorre). José del Valle (2002) en el artículo citado propone hablar de “lengua imaginada”, en correlato de la ‘nación’ como “comunidad imaginada” (Benedict Anderson).

4. La lengua en la escuela
Desde estas miradas es legítimo preguntarse entonces qué ‘enseña’ la escuela en el área curricular “Lengua”. La experiencia que hemos podido tener nos dice que hay un tratamiento empírico que incluye, como no puede ser de otro modo, la diversidad; pero que se contradice con una posición teórica fuertemente armada todavía sobre el concepto de lengua homogénea. Vimos que este último se justifica como una necesidad que asume la escuela de la modernidad, en los comienzos mismos de nuestra nación, durante el período conocido como ‘de la organización nacional’; el criterio continúa igual en el siglo XX, reforzado por la tradición hispanista que representa Menéndez Pidal; luego se fundamenta desde la construcción de la Lingüística como ciencia, primero con el estructuralismo de Saussure, -cuya teoría se mantiene vigente todavía en la escuela, donde la práctica de la lengua sigue todavía los lineamientos del estructuralismo-; y luego, por una elección metodológica, con el generativismo de N. Chomsky. Vemos así que, desde sus orígenes, la escuela muestra una tradición ininterrumpida hasta hoy con respecto a la lengua homogénea, criterio que por otra parte se compadece bien con la idiosincrasia pensada para la institución. Posiblemente aquí esté la causa de que, mientras se incorpora por la reforma la idea de diversidad, surja una contradicción con el mandato del docente de enseñar La Lengua.
Indudablemente es una relación conflictiva, culpógena, que mirada desde la interacción social otorga un lugar de poder al ‘experto’ (Bourdieu: 1984)[13] y que contribuye al disciplinamiento, a la domesticación de la subjetividad. Podría justificarse aduciendo la necesidad de contar con una lengua vehicular o una lengua estándar, lo que resulta más evidente tratándose de la lengua escrita. Pero sería sobredimensionar la importancia de estas situaciones si reconocemos únicamente como válida la lengua estándar. Recordemos a Roberto Arlt, a Wittgenstein, con su concepto de ‘lenguaje como forma de vida’ y sus afirmaciones de que el lenguaje ordinario, vulgar, es el verdadero lenguaje. Además, casi siempre la lengua considerada estándar es la también llamada ‘lengua culta’, que constituye casualmente el patrimonio del sector social hegemónico (A. Puiggrós: 1996).
Digamos que estos planteamientos recién empiezan a tomarse en cuenta en las instituciones educativas hacia la década del 90. Uno de los méritos de la última reforma es la inclusión de Sociolingüística en la curricula escolar, así como la creación de un marco jurídico para el abordaje del multilingüismo, sobre todo el que incluye lenguas amerindias. Pero mientras tanto subsiste, aunque sea en forma implícita pero estructurante y aunque ahora se haya corrido de centro geográfico, el concepto de La Lengua con mayúscula. Para comprobarlo, basta con hurgar un poco en las conceptualizaciones de la mayoría de los docentes, y sobre todo en las prácticas, en las que aflora a menudo la actitud normativa, correctora, atenida al estándar.
Ahora bien: estos planteos no apuntan solamente a una discusión teórica. Hoy se están tomando en cuenta por qué se dan situaciones de exclusión y de aislamiento, por qué la no participación, el silencio. Tiene que ver con estos temas, y muchos lingüistas así lo reconocen. “La imposición por parte de la escuela del sociolecto de prestigio puede frenar el normal desarrollo del lenguaje de un niño” (Múgica – Solana 1989: 193). Sociolinguistas como R. Hudson, López Morales, sociólogos del lenguaje como P. Bourdieu, R. Hodge,  y entre nosotros M. Blanco, I. Requejo, educadores como A. Puiggrós sostienen que la imposición de la norma produce desigualdades y, las más de las veces, genera sentimientos de inseguridad y de inhibición, con las consecuencias de esperar. De ese modo, en aras de una supuesta igualdad de oportunidades, podemos aumentar las dificultades en el desarrollo del aprendizaje en general, en la interacción áulica, en la adquisición de una oralidad satisfactoria, que puede limitarse en el mejor de los casos un retraso significativo en el aprendizaje de la lectura y la escritura. Pero a más de lo que hace al lenguaje, favorece también situaciones de discriminación y de violencia.
En el fondo, lo que planteamos constituye tan solo un aspecto de un problema más amplio, que es el de si la escuela cumple con su rol ‘socializador’ o acentúa la discriminación social. En estos momentos en que no cesa de repetirse que ‘la escuela argentina está en crisis’,  que los chicos no saben leer ni escribir y otras opiniones por el estilo, es necesaria como nunca una aproximación científica y reflexiva al tema, a los fines de capacitar a los maestros para trabajar de modo que, aun reconociendo las tendencias hegemónicas, no se conviertan en instrumentos a través de los cuales la escuela acentúe las diferencias sociales.

5. ‘Soluciones’
Incluimos esta parte porque muchas veces se nos hace la pregunta: ¿qué hacemos? También nosotros nos la hacemos, por lo cual no nos vamos a arrogar las soluciones. Por eso, más que soluciones, van propuestas.
Me interesa poner en primer lugar una propuesta que tiene que ver con el goce estético (tomando el criterio de B. Croce, de que la Linguistica es parte de la Estética). Así vemos que, un lingüista como Antonio Alatorre encuentra creatividad, gracia, riqueza comunicativa en las variedades llamadas dialectales. Recordemos también a un Beaudrillard (1997) quien habla así de la diversidad: “Con la construcción de la torre de Babel... Dios intervino dispersando las lenguas y sembrando la confusión entre los hombres. Pues la dispersión de las lenguas, desde el punto de vista del lenguaje en sí, de la riqueza y de la singularidad del lenguaje, es una bendición del cielo –en contra de la secreta intención de Dios, que era castigar a los hombres, pero ¿quién sabe?, tal vez era una astucia del Todopoderoso”.
Va en este sentido la  entrevista a una colega, la investigadora Juana Martínez Gómez, docente de la Universidad Complutense de Madrid: “Fundamentalmente (la lengua) nos une, aunque haya tantas inflexiones en el español; nuestra lengua es la mayor riqueza que tenemos porque nos da la posibilidad de entendernos hablando con muchos matices. Yo asimilé muchas palabras, por ejemplo de los argentinos que llegaron en la década del setenta, como «quilombo»; «bancárselo» y otras expresiones que no había oído en mi vida y que de tanto oírlas las hice mías. También chilenismos, cubanismos, me encanta expresar matices que no están en el español de España y que los descubro en el español de otros países de Latinoamérica. La mayor felicidad que podemos tener es podernos comunicar con tantos colores y acentos”.(Agosto/Comunica/28-05-03).
Maestros, enfermeros, profesores, cuando se olvidan de lo disciplinar evocan también  anécdotas similares. Y los chicos pueden descubrir en las aulas, entre ellos, a partir de sus identidades culturales o en las historias familiares, nuevas palabras que enriquecen, nuevos códigos para entender el mundo.
Esta actitud lúdica no va reñida con las responsabilidades como formadores. Recordemos a Alain Touraine, quien señala la necesidad de aceptar y organizar cierto nivel de heterogeneidad. Su exhortación de “vivamos y trabajemos juntos al mismo tiempo que reconocemos nuestras diferencias culturales”, incluye por supuesto la lengua.
Frente a lo distinto, lo insólito o inaudito –literalmente lo no común o lo nunca escuchado (aclaremos: por nosotros)- un buen principio es mantener la mente abierta, inquisidora, lo que Bourdieu llamaba  la ‘vigilancia epistemológica’, todo lo contrario a las explicaciones  facilistas en las que muchas veces nos sentimos tentados a caer del estilo de “no saben hablar”, “eso viene de la cuna”, a veces un poco más sofisticados como “código restringido” o diglosia. En este sentido estamos convencidos de que la sociolingüística interdisciplinaria y la sociología del lenguaje pueden proporcionar un conocimiento explicativo de determinados hechos ‘diferentes’, que ayudarían a erradicar conductas discriminatorias y de violencia simbólica, de consecuencias perjudiciales para el sujeto y  para la sociedad. Con ello no se pretende resolver el problema de desigualdad social, desideratum que excede la realidad escolar, sino prover al maestro de los conocimientos necesarios para que, frente a este conflicto y en la situación particular en la que le toque actuar, pueda aproximarse a un punto de equilibrio y no asuma un papel autoritario, represivo, discriminatorio, por lo tanto contradictorio con los más elementales principios educativos. Más aún, que pueda comunicarse, que no sea víctima él mismo de la mentada por algunos ‘esquizofrenia lingüística’.
Para finalizar, volvamos a Alain Touraine, quien, avanzando un poco más allá del mero respeto y la tolerancia, propone una acción más definida a favor de los excluidos, de los que sufren desventajas, porque –dice- no basta con que la escuela se limite a tratar por igual a todos los niños y ser obligatoria. Si uno se contenta con tan poco, dirá, sirve muy mal la causa de la igualdad. Por eso al final afirma: “Así como hay que desconfiar de los llamamientos irresponsables a la mezcla y el mestizaje generalizados que suscitan la angustia de perder la identidad, hay que tener el valor de actuar directamente contra la desigualdad, la discriminación y la segregación”. (292)
La Plata, setiembre 2003.
© GLADYS LOPRETO
Bibliografía citada en el presente trabajo:
Alatorre Antonio (1989) Los 1,001 años de le lengua española. México, F.C.E.
Baudrillard Jean (1997) El crimen perfecto. Barcelona, Anagrama.
Bein Roberto (2002): “Los idiomas del Mercosur”. Unidad en la diversidad, Servicio informativo sobre la lengua española, edición mayo 2002.
Bernárdez Enrique (1995): Teoría y epistemología del texto. Madrid, Cátedra.
Bernárdez Enrique (2001): ¿Qué son las lenguas? Madrid, Alianza Editorial.
Del Valle José (2002) “Lenguas imaginadas: Menéndez Pidal, la Lingüística hispánica y la configuración del estándar”. Volumen especial  Red temática de lingüística española, asociada a la lista de distribución Infoling. Estudios de Lingüística Española (ELiEs), Volumen 16. 
Hudson R.H. (1980): La Sociolingüística, Barcelona, Anagrama
Lavandera Beatriz (1984): Variación y significado. Buenos Aires, Hachette.
Martínez Sarasola, Carlos (1992):  Nuestros paisanos los indios. Buenos Aires, EMECÉ.
Mújica N., Z. Solana (1983): La gramática modular. Buenos Aires, Edicial.
Núñez Ángel (2001) El canto del quetzal. Buenos Aires, Corregidor.
Panettieri José (1986): Argentina: historia de un país periférico. 1860-1914. Buenos Aires, CEAL.
Pérez Gómez Angel (1990): “La cultura escolar en la sociedad posmoderna”. Cuadernos de Pedagogía 225.
Puiggrós Adriana (1995): Volver a educar. Buenos Aires, Ariel.
signo & seña Nº 6 (1996), Revista del Instituto de Lingüística, Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Buenos Aires, Argentina
Touraine Alain (1998): ¿Podremos vivir juntos? Buenos Aires-México, FCE.


* publicado en Tram[p]as (2004) Año 3 Nro. 26, Tema: Lengua[je]s. Facultad de Periodismo y Comunicación Social, UNLP, ISBN 1668-5547, 29-41.


[1] No se nos pasa que, para una visión más completa, deberíamos tomar también en cuenta los infinitos o incontables movimientos virtuales y mediáticos que burlan todo intento de imponer fronteras y que multiplican y retroalimentan los procesos, de un modo propio, pero lo dejaremos para otra ocasión.
[2] Pérez Gómez Ángel L. (1996) “La cultura escolar en la sociedad posmoderna”, op. cit. 80
[3] Para el concepto de nación y su relación con el lenguaje consultamos el texto del lingüista  José del Valle (2002) “La lengua imaginada...” (cf. Bibliografía), quien se nutre del pensamiento de Anderson, Althusser, Hobsbawm, entre otros.
[4] Podemos ver la idea de viabilidad (relacionada con riquezas naturales) en el ícono de la cornucopia, que era frecuente incluir en el siglo XIX en escudos y banderas de las naciones latinoamericanas.
[5] Pablo Neruda. Confieso que he vivido. Citado por Núñez Ángel (2001) El canto del quetzal. Buenos Aires, Corregidor.
[6] Resulta interesante el hecho de que no se vio un obstáculo en que la persona elegida para formar formadores fuese hablante de inglés.
[7] Un buen ejemplo lo tenemos en el novelista más importante de todos los tiempos, Miguel de Cervantes, quien pidió alguna vez a las autoridades de turno que lo designaran en un cargo administrativo en América.
[8] Citado por José del Valle, op. cit. Esta política parece haber tenido éxito en Chile, donde se restituyó “tú”.
[9] Los estudios del español en América se han concentrado más en variedades urbanas monolingües, dejando de lado las variedades más rurales y sobre todo el español de los indígenas... Existen más estudios en torno a la influencia del español sobre las lenguas amerindias que a la inversa. (1996) signo & seña Nº 6, Revista del Instituto de Lingüística, Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Buenos Aires, Argentina
[10] Op. cit., epígrafe.
[11] Por supuesto que en nuestra práctica oral el voseo permaneció firme pese a los embates de M. Pidal. No en cambio en la escritura, en la que, salvo en textos literarios en que se transcribía expresamente la lengua oral, o en textos no canónicos, la primera aparición de vos data de pocas décadas y se dio en textos publicitarios.   
[12] La lengua estándar, producto contradictorio por ser por un lado desideratum de la cultura escolar que preconiza por otro lado la importancia de la literatura, caracterizada en cambio por el uso creativo del lenguaje. Es la menos interesante de las formas del lenguaje, según R. A. Hudson (1980: 44)  .
[13] Ver especialmente el artículo “El racismo de la inteligencia”.


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