Reúno en este espacio textos de mi autoría que son productos de investigaciones, búsquedas bibliográficas, reflexiones, a veces serias, a veces no tanto, sobre los temas de estudio que transité: el lenguaje, la lengua, el juego de la gramática, el discurso, la enseñanza, la práctica educativa, los libros, y también la aventura maravillosa de haberme internado en el siglo XVI en la selva paraguaya a través de un estrecho ventanuco: las cartas de los soldados que vinieron a este extremo sur del continente. Muchos de estos trabajos fueron publicados en actas de congresos, unos pocos bajo el formato libro, y otros tantos tienen existencia virtual. Tal vez a algún lector le interesen, lo que constituirá para mí un momento de alegría. GLADYS LOPRETO

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jueves, 1 de noviembre de 2012

LA LENGUA COMO PATRIMONIO CULTURAL (2004)



La lengua es la patria: así decía recientemente una escritora nuestra[1], lo mismo que el jefe de una comunidad wichí en Chaco, es el lema de defensa de la lengua en Galicia. Aclaremos que se trata de la lengua materna, como generalmente se suele llamar a la lengua de la comuni­dad donde nacimos y con cuya cultura e historia nos sentimos identificados, en un espacio de­terminado, en un lugar en el mundo. Es interesante ver cómo en estos conceptos se cruzan no­ciones tan arraigadas como ‘patria’, que viene de ‘pater’ (padre) y que consituye la raíz de ‘pa­trimonio’: lo nuestro, lo que nos es legado, aquello sobre lo cual tenemos derechos y deberes, unido a la noción de ‘materna’, de ‘madre’, y así nos vinculamos a las raíces más profundas del ser. Por eso sirve de soporte al pensamiento, el sentimiento, la comunicación, ya que según Umberto Eco, dentro de los diferentes sistemas semióticos, es el que tiene mayor grado de “efabilidad”, es decir, de capacidad de decir cosas[2]; corresponde a nuestro patrimonio simbólico y por lo tanto una de las herramientas más poderosas para la interacción social.
En estas afirmaciones, que parecen irrefutables, hay sin embargo algunos conceptos no tan precisos, de cuya interpretación dependerá que asumamos actitudes muchas veces enfrenta­das: qué entendemos cuando hablamos de la lengua como patrimonio de la comunidad, si nuestro apego a la misma nos lleva a “defenderla”, en el sentido de expurgar de ella todo lo ‘diferente’, lo anómalo (fuera de la regla, de la ley); y en este caso, dónde está esta regla, esta ley. Comencemos por uno de estos conceptos imprecisos, el de comunidad: uno generalmente lo asocia a territorio compartido, costumbres, creencias, proyectos, conceptos estéticos y por supuesto compartir una lengua. Pero cuando intentamos una mirada pormenorizada nos encontramos con muchos ele­mentos diferentes, inesperados en nuestra comunidad, así como la existencia en otra comunidad de elementos que consideramos propios de la nuestra, todo lo cual nos hace llegar a criterios bastante difusos e imprecisos porque se trata de cómo nos sentimos a nosotros mismos y cómo nos sienten los ‘otros’ o  nos ven desde afuera. De ahí el concepto de ‘comunidad imaginada’[3] , no irreal sino con un fuerte apoyo en lo simbólico.
Algo similar pasa con ‘la lengua’. Hay elementos (...) que nos permiten reconocer intui­tivamente ‘nuestra lengua’. Pero cuando intentamos acá también una mirada pormenorizada, detallada, para asirla y protegerla, ya que es un bien tan preciado, nos pasa algo parecido: nos encontramos con que hay más variaciones de las que pensábamos, que algunos usos que creíamos seguros ya no existen, que hay otros nuevos que no conocíamos y no entendemos. Si pensar en La Lengua nos lleva al concepto erróneo de un ‘código monolítico’, hoy sabemos que no es así, que en toda lengua existe diversidad.
Podemos vincular la diversidad con el cambio. Nadie negaría que las lenguas cambian. Los procesos de cambio tienen que ver con el carácter dinámico del lenguaje, su fun­cionalidad, sus rasgos reconocidos de versatilidad y ubicuidad a los que apunta desde orígenes remotos la tarea de construir entre todos un sistema de comunicación rápido y eficaz.
Generalmente tenemos noción de los cambios que se dieron a través del tiempo, ya acep­tados, pero nos cuesta pensar que en este momento se están produciendo, por eso tendemos a condenar a priori toda modificación en el sonido o la morfología de una palabra, el remplazo de otra existente o de un tiempo o modo verbal, o la atribución de un nuevo concepto, por mencionar algunos hechos, sin tener en cuenta que procesos similares, ya cerrados y ‘aprobados’ (o no), se fueron dando en la historia de las lenguas. Del mismo modo nos alarmamos porque los más jó­venes desconocen y han perdido palabras como estío, que nosotros sí conocemos y que perte­necen a la lengua, que están en el Diccionario (y por eso decimos que tienen ‘lenguaje pobre’), aunque en la historia abundan los ejemplos de desaparición de palabras. Al mismo tiempo no aceptamos las que ellos inventan, aunque también los adultos y los intelectuales creamos, inven­tamos, como cuando hablamos de la invisibilización o la ineluctabilidad del cambio. Los proce­sos afectan también a la organización de las formas verbales, lo textual, lo discursivo. Es decir, todo es posible (dentro de ciertos parámetros), tanto que existan un montón de palabras nuevas cuyo significado no conocemos (y que recluimos dentro de las ‘jergas’ juveniles o de las otras), como que el famoso cuadro de la conjugación verbal se ‘desencuadre’, etc. En la historia de estos cambios seguramente hay fidelidades, elecciones, imaginación, conocimiento, mezclas, concien­tes o no, como en todo aquello que es fruto de la creatividad humana, porque las lenguas viven en los que las usan, entre un aferrarse a lo establecido y un innovar constante. 
En realidad estamos aceptando el cambio en el mismo hecho de utilizar la lengua de hoy, puesto que lo ‘nuevo’ o anómalo de tiempo atrás está ya canonizado y lo usamos. Asomarnos al cambio nos permite ver lo histórico, lo cultural, el lenguaje como monumento, a veces funda­mentar una definición o el uso de un término.
Me interesa remarcar un aspecto: habitualmente tenemos un concepto lineal del cambio (decimos: viril deriva de vis ‘fuerza’). Se nos pasa desapercibido que ese camino recorrido por la palabra, desde su origen hasta la actualidad, está trazado por el estudioso en un intento de expli­car cómo se unen los extremos, es decir, la raíz original y la palabra actual, pero lo que en la len­gua concretamente ocurrió y que no alcanzamos a ver es la coexistencia durante un tiempo de varias formas enfrentadas o con connotaciones diversas, de las cuales una terminó imponién­dose en detrimento de las demás. De modo que el cambio resulta en sí mismo una prueba de la previa existencia en conflicto de variaciones o variedades.
A eso nos referimos cuando hablamos de diversidad: la coexistencia de elementos dife­rentes que son usados con valor indistinto o equivalente. La diversidad abarca el léxico, la gra­mática, las modulaciones, no simples datos ya que pueden obrar sobre la interacción social que se da en el lenguaje. Además entran en juego los fenómenos discursivos, los rasgos de cor­tesía, los códigos compartidos, inferencias, los gestos, miradas, silencios, que cobran sentido dentro de una determinada cultura y momento. Pues bien: los encuentros y desencuentros que estos rasgos producen en la interacción humana se potencializan con las migraciones.
El intenso flujo de inmigrantes desde fines del siglo XIX y principios del XX, que habi­tualmente relacionamos con aquella famosa frase atribuida a Alberdi: “gobernar es poblar”, nos hizo vernos a nosotros mismos durante mucho tiempo como: ‘Argentina, crisol de razas’. En realidad ya éramos un producto mestizo, puesto que nuestra condición de ‘pueblo autóctono’ ya había recibido la Primera Corriente Migratoria, que se produjo en el siglo XVI[4]. Luego con ma­yor o menor intensidad, estimulados o no por las autoridades de turno, los procesos migratorios se han ido sucediendo y siguen teniendo lugar, en tal magnitud que se dice que Buenos Aires es una de las ciudades con más población de origen extranjero en el mundo. Estos interminables cruces, a veces silenciosos, subrepticios, filtrados, otras organizados, oficiales, correctos, obede­cen a necesidades humanas pero es bueno tener presente que también responden a intereses, expresos o no, de los estados. La ciudad es el encuentro privilegiado de tanto ser de otros oríge­nes.
Admitido nuestro país como de impronta migratoria, cabe preguntarse qué pasa con las nuevas migraciones: cómo las sentimos, cómo sentimos las migraciones internas, es decir, la cantidad de familias y gente que procede de algunas zonas del interior en busca de mejores con­diciones de vida. Y también la que procede de países limítrofes, en situaciones parecidas. En es­tos últimos casos existe un factor a favor: compartir la misma lengua. Claro que no esa lengua monolítica, que no existe, sino variedades del español propias del lugar de origen y además va­riedades enriquecidas por contacto con lenguas originarias en muchos casos, todo lo cual tendrá efectos sobre nuestra lengua. Y siendo nuestra sociedad del tipo multicultural propio de los siglos XX-XXI, a los que vivimos y trabajamos en ella se nos impone la necesidad de aceptar y organizar cierto nivel de heterogeneidad. Ante ella se señalan tres posibles actitudes: homogeneización, ghetto, convivencia.[5]
1. La primera consiste en la asimilación, facilitada por un sistema escolar unificado e integrador y por el consumo masivo. Pretendería fundir las culturas particulares en la unidad de una cultura nacional identificada con lo universal. Ejemplos de Estados Unidos, Francia, Argentina. En nuestro país, con una inmigración muy fuerte procedente de países culturalmente cercanos, los inmigrantes españoles, italianos y otros, llegados en gran número, fueron rápida­mente asimilados en gran parte gracias a la escuela pública y tuvieron, desde el fin de la Primera Guerra Mundial, acceso a la nacionalidad. Digamos que no siempre esta acción fue integra­dora, ya que según Adriana Puiggrós[6] se dio a la par una actitud normativa, represora, en función de una idea de unidad nacional: “Toda la sociedad coincidía entonces en una idea de unidad na­cional concebida como disolución de las diferencias y homogeneización de los sujetos. De lo que pertenecía al propio grupo, a la tradición familiar o al país de origen, apenas si  se guardó un resto durante unas pocas generaciones... La educación de las escuelas públicas de la llamada República Conservadora... crea e impone un lenguaje escolarizado que aprisiona y reprime las diversidades del habla de los diferentes grupos de la población”
2. La solución opuesta es el ghetto, o sea el mantenimiento de la población inmigrante en un estatus aparte o su organización en comunidades localmente homogéneas y autocontroladas. Se respeta la pluralidad de las mismas pero no hay comunicación, intercambio. La ventaja de esta solución es que la comunidad sirve de intermediaria entre individuo y sociedad, pero al mismo tiempo favorece que se produzcan choques intercomunitarios y lo que es peor es que genera relaciones de desigualdad y segregación en perjuicio de las minorías.
Estas dos soluciones representan posiciones extremas que favorecen enfrentamientos peligrosos y actitudes estigmatizadoras en torno de la inmigración.
3. La 3ra. propuesta consiste en procurar reunir culturas diferentes en experiencias com­partidas y en proyectos de vida comunitarios. Es decir, se reconoce la cultura de origen, la iden­tidad personal, que posibilita al inmigrante una base a partir de la cual puede asumir su partici­pación en una sociedad distinta. “Sin esta interiorización de los valores, no puede haber sociedad multicultural, porque ésta combina la unidad de una organización social con la pluralidad de las pertenencias y las referencias culturales”. Así es como hay que interpretar la idea: vivamos y trabajemos juntos al mismo tiempo que reconocemos nuestras diferencias culturales.[7]
Estos procesos tienen lugar en la ciudad, que como espacio brinda a cada uno la posibili­dad de ser un extranjero y permite encuentros e interacciones entre individuos de medios sociales y orientaciones culturales diferentes. Una réplica en menor escala de la ciudad la podemos ver en la escuela, que podemos pensar como un ‘espacio ecológico de encuentro de culturas’. De ahí la necesidad de desarrollar aptitudes que favorezcan el respeto y la convivencia desde este ámbito, por empezar con respecto a la lengua.
Ahora bien: en teoría compartimos esa idea de la  ‘necesidad de aceptar y organizar la heterogeneidad’, pero encontramos en general en la sociedad y en especial en la escuela una fuerte adhesión a la ‘norma’, en su sentido prescriptivo (cómo se debe hablar o escribir), que le impide aceptar variaciones. Nos preguntamos por qué esta fuerte adhesión que encontramos hacia un modelo o ideal de lengua única, homogénea. Intentamos buscar la respuesta en la historia, en los orígenes de nuestra escuela durante el período llamado de la ‘organización nacional’, cuando la Argentina pasa de país a nación y se favorece un cierto tipo de ‘unidad’, ya que a partir de entonces la política nacional será casi siempre la de Buenos Aires[8] :
“En 1860... para que la Argentina pudiera convertirse políticamente en una nación había que comenzar por unificar e integrar totalmente su territorio. Pero no sería posible iniciar esta empresa si previamente Buenos Aires no tuviera asegurada la dirección de la misma y no existieren dudas del papel preponderante que debía corresponderle, por su importancia, en la organización nacional... El resultado de Pavón...fue el comienzo de una “pax porteña”, llevada a cabo por el movimiento liberal triunfante, que arrasó con las situaciones provinciales, manejadas por el federalismo tradicional... “
Aunque aparentemente sinónimos, país refiere más a ‘territorio’, cuya única existencia como factor no es suficiente para que se dé una nación [9]. El uso del concepto ‘nación’ refiere a condiciones más complejas, que tienen que ver con el surgimiento del nacionalismo como el modo dominante en el siglo XIX de concebir la organización de las comunidades humanas. Es lo que se dio en llamar ‘mitología nacionalista’, entendida como ‘el conjunto de creencias y prácticas que nos hacen concebir, inconscientemente, el mundo como un conjunto de naciones, y sentir nuestra pertenencia a una de ellas como algo natural e inevitable’. Según la misma, se equiparan estado, nación y pueblo, y entre los requisitos que se reconocen para el concepto de ‘nación’ ocupa un lugar central el de una lengua vernácula, oral y escrita, cuyo uso abarcaría desde el registro administrativo al literario.
Ahora bien: la democratización de la política, que necesita del ‘pueblo soberano’, por un lado, y por el otro la afluencia de inmigrantes, que implicaban la emergencia de nacionalismos marginales, periféricos, de base lingüística, obligaron a los ideólogos del nacionalismo liberal a reaccionar en defensa de una lengua y cultura homogénea, que les debería ganar la lealtad de los ciudadanos y la fe de éstos en la unidad indivisible del estado nacional. A lo primero que se atiende es a la lengua. Este proceso requiere de una intervención directa de lo académico, porque “la legitimidad de la lengua estándar como artefacto que genera cohesión cultural, y, por supuesto, el éxito que alcance, dependerá del proceso de historificación a que lo sometan la filología y la lingüística, y de la credibilidad con que las instituciones del estado le presenten al ciudadano esa lengua como suya propia”.
El castellano: nuestra lengua (¿?). Podríamos sentir contradictorio que la lengua verná­cula, en el siglo de las revoluciones, sea justamente la lengua del opresor, mientras que las ideas libertarias circulaban clandestinamente en textos franceses. Sarmiento reverenciaba a los norteamericanos y su sistema educativo, a tal punto que, para la creación de la llamada escuela “normal”, formadora de maestras, confió en la famosa Mary O’Graham y un grupo de educadoras hablantes de inglés. Otros prohombres también tuvieron preferencias en ese sentido, pero los hechos hicieron que se haya afianzado en los países hispanoamericanos -primero por la fuerza, más la necesidad de una lengua vehicular, pero luego también por el asentamiento de una creciente población de origen hispánico, perteneciente a una cultura que en ese momento estaba alcanzando su máxima creatividad y expansión en todos los órdenes - la lengua traída en el siglo XVI durante el Primer Movimiento Migratorio. Y que el uso luego, en todos los registros, desde el oral hasta el literario, pasando por la ciencia, los medios, el derecho, hayan afianzado en las nuevas naciones el español. De ahí que nuestra lengua vernácula es el español de los conquistadores, ese mismo del que diría Pablo Neruda: Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo...  Nos dejaron las palabras.
También es interesante pensar que este proceso en el siglo XIX coincide en gran parte con el Romanticismo y los movimientos postrománticos, los cuales implican como sabemos la valori­zación de lo popular, el folklore, las culturas nativas. Pero no aparecen las lenguas amerindias, siguen siendo hegemónicas la lengua y literatura peninsulares. Y luego, con la tendencia al afran­cesamiento propio de la articulación de fin de siglo, tampoco se ve afectada la lengua más que con la incorporación de elementos aislados. Valga en este caso recordar a Rubén Darío, mentor del movimiento poético de inspiración francesa conocido como Modernismo, quien en el poema “A Roosevelt” exalta la América Hispana, por su fe católica y sobre todo por la lengua española, frente a la amenaza expansiva de Estados Unidos.
Al comenzar el siglo XX España pasa a ser para nosotros la ‘madre patria’. La lengua se denomina ‘castellano’, nombre del dialecto peninsular que constituye la base del ‘español’. La denominación ‘castellano’ es también la usada por Ramón Menéndez Pidal, prestigioso acadé­mico y filólogo español que marcó el rumbo de la política lingüística seguida en nuestro país durante la primera mitad del siglo XX. En textos de 1918 y 1944 va a vincular el castellano con la unidad nacional. Descree de una ‘tradición alarmista’ sobre el futuro de la lengua, amenazada de desmembramiento por la existencia de dialectos, pero su fe en la unidad lo hace mirar no a España sino a Hispanoamérica. Porque, a su juicio, 'las hablas populares hispano-americanas no representan una desviación extraordinaria respecto de la castellana'. Esto lo dice en contraste con lo que pasaba en España, repartida en varias lenguas o dialectos, frente a lo cual da por sentado que en América la lengua es un “sistema lingüístico unitario con base en la lengua literaria y en el uso de Castilla”.
Más que una descripción de los hechos, estos discursos marcan la voluntad de Menéndez Pidal de generar fidelidad y compromiso hacia una norma única, cohesora, lo cual se ve en que a renglón seguido llama a participar a instituciones estatales y élites intelectuales en acciones a favor de la unidad. Así por ejemplo se complace con la política cultural de la Academia Argen­tina de Letras, que recomendaba a los maestros “impedir entre los alumnos, aun en las horas del recreo, el uso vulgar de vos”, y agregaba: “es de esperar que la presión escolar se mantenga, pues la más elevada opinión literaria no ha cesado de ocuparse en el degradado y degradante voseo”.
Como se ve, desconoce las variaciones y, al definirnos como sistema lingüístico unitario con base castellana, desconoce también la vigencia de las lenguas amerindias y su incidencia en el español. Sin embargo, como sabemos, éstas han constituido un factor muy importante en la configuración de muchas lenguas hispanoamericanas; a tal punto que resulta indispensable su conocimiento para la comprensión de fenómenos lingüísticos y culturales [10], pero desde lo acadé­mico se desconoció sistemáticamente durante mucho tiempo el aporte de las mismas al español. Tampoco cuenta para Menéndez Pidal la existencia del lunfardo o de  variedades rurales.
El interés en señalar esa unidad del español en América podría tener dos razones muy importantes: a) aquí constituimos nada menos que el 90 % de los hispanohablantes, de ahí su im­portancia política; b) como sabemos, lo que hoy es España y Portugal fue originalmente un conjunto de estados con lenguas o dialectos particulares, diferencias que con el tiempo no desapa­recieron y a pesar de convertirse en naciones en el siglo XIX con lengua oficial, no se elimina­ron ni siquiera en nuestros días las tendencias autonomistas. No es de extrañar entonces que, frente a una disgregación política y cultural en la península y el temor a la fractura y la contun­dencia de la guerra civil, desde la aparente neutralidad académica se haya pensado en un “panhispanismo” que permitiera encontrar fuera de España el componente lingüístico necesario a un proyecto de unidad nacional.
Esto hace pensar que la visión de una lengua única vinculada a Castilla responde a un proyecto ideológico que deja afuera, en ese momento, las ‘lenguas’de América. Se busca transferir ese proyecto a las instituciones académicas, al estado, hasta legarlo como mandato al maestro de escuela. Más allá de lo estrictamente lingüístico, el proyecto es funcional a la política nacionalista del estado español. Y donde viene la lengua, vienen otros elementos: en el siglo XV ya Nebrija y los Reyes Católicos aunaban el Imperio y la Lengua; hoy también hoy  Andrés Rivera habla de una nueva “conquista de América[11], refiriéndose a no pocas empresas estatales españolas que explotan nuestros recursos.
Se favorece así una concepción de unidad de nuestra lengua que relega a ‘desviaciones’, ‘errores’, lo diferente. Podemos comprobar que la política delineada obtuvo sus frutos, ya que esta idea es muy fuerte en el imaginario colectivo. Señala Roberto Bein (2002) que en nuestro país existe un monolingüismo expandido a partir de 1920, a pesar de la inmigración masiva y a raíz de una política castellanizadora que se canalizó a través de la escolaridad primaria obligato­ria y el servicio militar. Esta política castellanizadora coloca fuera de nuestro país el modelo de lengua, generando actitudes diferentes por ejemplo a las que se pueden encontrar en Brasil con respecto al portugués, donde el sentimiento es de mayor pertenencia.
De todos modos hay una presión de los hechos que fue modificando los criterios. Así se pasó del concepto de ‘norma’ única, vinculado a la unidad nacional, a hablar de ‘pluricentrismo de normas’, con lo cual el uso del vos rioplatense, por dar un ejemplo, quedaba salvado en la teoría. Esto permitió ingresar, sin connotaciones desvalorizantes, el concepto, ya antiguo, de dialecto. Pero lo decisivo fueron los estudios que desde 1960 muestran que muchas de las consideradas desviaciones o anomalías no son tales sino que constituyen sistema y son funcionales al significado o al sentido. De todo esto se llega a una primera conclusión: la lengua es heterogénea, justamente por la presencia de variaciones, como afirma entre nosotros en1984 Beatriz Lavandera. Avanzando más, los sociolingüistas llegan a negar el mismo concepto de lengua: ‘la lengua no existe, es un constructo abstracto’(López Morales: 1993), “el ‘estándar es artificial, no corresponde exactamente al habla de ninguna región concreta” (Enrique Bernárdez, 2001), ‘la lengua es la suma de todas las variedades’(A. Alatorre). José del Valle (2002) propone hablar de “lengua imaginada”, en correlato de la ‘nación’ como “comunidad imaginada”[12].

            A modo de conclusión: Si bien la lengua es un patrimonio tan entrañablemente unido a nosotros y a la comunidad, eso no se contradice con la existencia de diversidad en la misma. Y hoy entendemos que la diversidad es riqueza. En principio pensándolo desde lo estético. Así, el lingüista mexicano Antonio Alatorre encuentra creatividad, gracia, riqueza comunicativa en las variedades llamadas dialectales. Recordemos también a Beaudrillard, quien habla así de la diver­sidad: “Con la construcción de la torre de Babel... Dios intervino dispersando las lenguas y sem­brando la confusión entre los hombres. Pues la dispersión de las lenguas, desde el punto de vista del lenguaje en sí, de la riqueza y de la singularidad del lenguaje, es una bendición del cielo”. Así, la incorporación de usos procedentes del quechua, del toba, o las creaciones de los jóvenes, o préstamos del italiano, del inglés, o cambios producidos dentro de la misma comunidad, para citar algunos casos, enriquecen la lengua. Cito en este sentido a una colega, Juana Martínez Gómez, docente de la Universidad Complutense de Madrid: “Fundamentalmente (la lengua) nos une, aunque haya tantas inflexiones en el español; nuestra lengua es la mayor riqueza que tene­mos porque nos da la posibilidad de entendernos hablando con muchos matices. Yo asimilé mu­chas palabras, por ejemplo de los argentinos que llegaron en la década del setenta, como «quilombo»; «bancárselo» y otras expresiones que no había oído en mi vida y que de tanto oírlas las hice mías. También chilenismos, cubanismos, me encanta expresar matices que no están en el español de España y que los descubro en el español de otros países de Latinoamérica. La mayor felicidad que podemos tener es podernos comunicar con tantos colores y acentos”[13]..

Gladys Lopreto, Facultad de Periodismo y Comunicación Social (UNLP), La Plata, Argentina, 2004
Leído en las 2das JORNADAS BONAERENSES SOBRE PATRIMONIO CULTURAL Y VIDA COTIDIANA. Publ. en Actas, formato CD, ISBN 987-21148-6-2

[1] Recientemente Ana María Shuá
[2] Eco Umberto: La lengua perfecta
[3] Anderson B. (1993): Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México: FCE
[4] Martínez Sarasola Carlos (1992): Nuestros paisanos, los indios. Buenos Aires, Emecé.
[5] Touraine Alain (1998): ¿Podremos vivir juntos? Buenos Aires-México, FCE
[6] Puiggrós Adriana (1995): Volver a educar. Buenos Aires, Ariel.
[7] (op. cit.199/200)
[8] Panettieri José (1986): Argentina: historia de un país periférico. 1860-1914. Buenos Aires, CEAL.
[9] Del Valle José (2002) “Lenguas imaginadas: Menéndez Pidal, la Lingüística hispánica y la configuración del estándar”. Volumen especial  Red temática de lingüística española, asociada a la lista de distribución Infoling. Estudios de Lingüística Española (ELiEs), Volumen 16.
[10] De Granda Germán (1996): En: signo & seña Nº 6 (1996), Revista del Instituto de Lingüística, Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Buenos Aires, Argentina
[11] Entrevistado por Quiroga, Canal 7, “El rincón de la cultura”, 12/08/04. Cf. también Elvira Arnoux, 2003.
[12] Además de los autores citados, ver Alatorre Antonio (1989) Los 1,001 años de le lengua española. México, F.C.E. Baudrillard Jean (1997) El crimen perfecto. Barcelona, Anagrama. Bernárdez Enrique (2001): ¿Qué son las lenguas? Madrid, Alianza Editorial.
[13] Comunica Agosto, 28-05-03.

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